Hacia la autodestrucción

Volviendo a casa una noche por una calle estrecha y casi vacía, me crucé con un individuo de piel negra. “Nada fuera de lo normal” podrá pensar el lector y estará en lo cierto. No es nada fuera de lo normal, sobre todo en el barrio en el que vivo. Y el detalle de que ese hombre padecía síntomas de sobrepeso sería pasado por alto por muchos. Pero no por mí.

De sobra sabemos todos en que condiciones viven los subsaharianos dentro de sus países. Las ONGs no paran de bombardear nuestras conciencias con imágenes de personas muriéndose de hambre. También de sobra conocemos que la base económica de muchos de esos países, entre otras actividades, es la agricultura de autoconsumo. Un trabajo duro, un trabajo que machaca y a más de uno lo derretiría bajo ese calor de sartén al rojo vivo, a mí el primero. En definitiva: NORMALMENTE la imagen que tenemos de un individuo subsahariano o es la de una persona mutilada por el hambre o es la de un hombre fuerte, curtido por toda su vida de trabajo en el campo.

Pero volvamos a esa oscura calle. Sin duda alguna el tamaño de ese hombre cometió todo un atentado terrorista dentro de mi cabeza. Su blanco era el estereotipo antes expuesto. Y fue en esa fracción de segundo cuando mi mente viajó por todo el océano Atlántico hasta darse de lleno contra la antorcha de la Estatua de la Libertad. Habéis acertado, estoy hablando del único país en el mundo donde podéis llevar una pistola como llavero en vuestro juego de llaves, el país de las barras y las estrellas, el único país donde encontrareis personas de piel negra con graves problemas de peso. Físicamente yo jamás había estado en los Estados Unidos de América. En la siguiente fracción de segundo mi mente volvió cual boomerang, golpeando mi cabeza, por segunda vez (la primera fue el atentado que sufrí en la primera fracción de ese mismo segundo), recordándome un tema que me resulta muy irritante. Y ese tema es la globalización de la cultura estadounidense, el estilo de vida que se vende en todas las partes del mundo.

Pongamos de ejemplo la fiesta de Halloween, un ejemplo calentitio recién sacado del horno. Personalmente, a mí no me gusta disfrazarme de muerto ni le veo gracia alguna. Por supuesto que saldrán a la defensa muchos con argumentos clásicos del tipo: “ala, chico, no exageres, que es fiesta”, “todo el mundo lo hace, sigue el rollo, es divertido”, entre otros muchos. Las fiestas son la demostración del folclore, de la cultura de cada región. Por lo visto estamos adaptando el folclore y la cultura estadounidense. Esa gente tiene por folclore vestirse de muerto. Y es más divertido, claro que sí. Es muchísimo más divertido que escuchar un canto regional o ver un baile. El lector de alguna generación pasada puede que discrepe y le daré la razón si lo hace. Y es por esta razón por la cual esta “cultura” toma como objetivo las mentes vulnerables de los niños y los jóvenes, las personas que no son capaces de pensar por sí mismos (siempre hay excepciones).

Ahora las fiestas que celebra la humanidad van envueltas en envoltorio de plástico. Mirad como se ha puesto San Nicolás. De beber tanta Coca-Cola el pobre se ha hinchado y le ha dado por vestirse de rojo. Además esa nariz y esas mejillas un tanto sonrosadas le delatan. Todos sabemos con qué se mezcla la Coca-Cola. Ahora las creencias populares son un objeto más dentro del mercado de valores. Estamos en la era de la degradación mental y física. Jamás veréis un soldado con opinión propia, por eso es tan fácil mandarles. Es más fácil mandar sobre gente estúpida e ignorante. Y Estados Unidos lo sabe y pretende convertir a toda la población mundial en zombis, en muertos andantes, muertos que tantos he visto durante estos días. La cultura de la “autodestrucción” la llaman algunos.

En el segundo siguiente el hombre ya había pasado de largo y yo continuaba mi camino, furioso, pero a la vez alegre porque por fin encontré una idea que hace tantos días buscaba.

Lo que Estados Unidos vota, va a misa.