Eran las ocho y algo de lo que había sido otro caluroso día de verano. Él estaba sentado en un banco de madera de un tranquilo parque, junto a una avenida no demasiado ruidosa. Su aparentemente cómodo asiento estaba salpicado de numerosas manchas blancas de excrementos de pájaro en su parte izquierda. Él, como siempre, evitó sentarse en ese lado de las tablas. Miraba el ocaso. Pero en su cabeza había otras cosas aparte del Sol en las que quería pensar. Sabía desde hace demasiado tiempo que un buen paseo despejaba la mente del polvo y la porquería que se le acumulaba tras excesivas horas de televisión, información, publicidad e Internet. El aire fresco le ayudaba a ordenar mejor la cabeza en caso de necesidad. Y esta vez había necesidad. El efecto embriagador del alcohol ya casi se había desvanecido, pues había estado bebiendo esa tarde, solo. Familiarizado con la tendencia del alcohol de desenterrar viejos recuerdos y emociones, necesitaba deshacerse de todos ellos cuanto antes.
Pensaba en todo y en nada. Reflexionaba si las personas éramos el producto de una simple casualidad o si realmente teníamos un propósito, como lo afirman muchos textos sagrados. No. Él estaba seguro que algo tan perfecto como el ser humano no podía haber sido la consecuencia de una cadena de buenas fortunas. Pero esa idea lo llevaba a otra siguiente. ¿Perfecto el ser humano? No. Tampoco estaba de acuerdo con aquello. Por un momento volvió a la realidad al ver a un perro orinar junto al raquítico árbol que tenía enfrente. El animal, una vez marcado el territorio, miró atrás al perro que le seguía acompañado de su dueño. Y entonces él pensó. Las personas y los animales no somos tan diferentes. Como a los caninos, nos gusta marcar nuestro sitio, nuestro terreno. En el trabajo, en nuestro grupo de amigos, en nuestras relaciones, en las mismas calles, en los negocios, en el juego, y en definitiva, en un sinfín de ámbitos que el propio ser humano se había creado. Y también en otros ámbitos propios de las bestias mismas de los cuales el hombre no podía escapar. Entonces una leve sonrisa se dibujó en su cara mientras veía partir a ese perro, bajo la voluntad de su dueña.
Y es que el ser humano es el único del planeta al que parece divertirle crearse problemas. Pensó esto mientras volvía la mirada una vez más al ocaso. El Gran Astro ya se había ocultado tras un tejado, pero todavía emitía un ligero resplandor sobre un cielo puramente azul. Es algo en lo que sí estaba seguro y de acuerdo consigo mismo. El ser humano no se tropieza en la misma piedra. Pone la zancadilla a sus iguales. Los problemas que tenía el hombre eran producto del mismo hombre, producto de todos sus vicios. En el siglo que a él le ha tocado vivir, el hombre tomaba sus vicios por virtudes, y ya no distinguía el bien del mal. El hombre del siglo XXI ya no sabía diferenciar lo bueno de lo malo. Únicamente ansía la libertad, y estará dispuesto a todo, a todo, con tal de conseguirla.
Pensaba si él era el culpable de sus problemas. Había aprendido hace ya tiempo una valiosa lección. Nos gusta culpar a los demás, pero no nos gusta hacernos responsables de nuestros actos. Había aprendido que muchas veces somos nosotros mismos los causantes de nuestros males. Claro, también pensó que esto no pasa siempre, y uno se encuentra a veces en situaciones en las que nunca quisiera haber estado. En ese momento se le ocurrió un símil, el cual no se atrevió a calificarlo de ninguna manera. Los problemas son como un látigo, van y vienen. Sea quien sea nuestro verdugo, jamás tendrá el aguante suficiente para azotarnos eternamente. A no ser que sea el mismo Lucifer. Pensó que para que a alguien le tocase semejante tormento, habría de pecar mucho en esta vida terrenal. Pensó que nunca había compartido sus problemas con nadie, y no quería hacerlo. Se justificaba continuamente con la idea de que siempre hay alguien que lo pasa peor, y que él no tenía motivo para quejarse. En ocasiones se estremecía de su extraña habilidad adquirida, tras años de práctica, para poner buena cara siempre, pasase lo que pasase. Pensó también en si lo que hacía era bueno para él. Sabía que no lo era. Sabía que todo saldría fuera, fuese del modo que fuese, tarde o temprano, del modo que sea, pero pasaría. Y sabía que cuanto más aguantase, más fuerte será la sacudida. Pero en aquel momento le faltaban lágrimas. Todavía no era el momento.
Pensó en si no estaba padeciendo una depresión. Uno de sus mayores miedos era acabar en una clínica psiquiátrica, prisionero, seguro de sí mismo y seguro que todos a su alrededor eran dementes y no lo comprendían. Él no quería acabar así. No. De ninguna manera. De hecho su mayor miedo era acabar solo. Le asustaba saber que empezaba a padecer los primeros síntomas de la soledad. Pensó también en si los que se encontraban a su alrededor estaban cuerdos de verdad. ¿Quién era el loco? ¿Aquel que sigue al pastor y a sus compañeros de rebaño? ¿O aquel que decidía salirse de la cañada y tirarse por un barranco? Porque a todos nos gusta pensar que somos especiales, que somos diferentes, que tenemos algo particular y peculiar. Pero no nos gusta que nos señalen con el dedo. Nos gusta sentirnos integrados y ser una pieza más dentro de la poderosa maquinaria que es la sociedad. Y por último pensó que no éramos más que hormigas sosteniendo un poderoso y monumental hormiguero, para una causa que ni nosotros mismos sabemos. Aspiramos a ser reinas, alfiles, torres o caballos, pero no somos más que tristes peones capaces de dar un solo paso, movidos por una mano ajena, en una vida de blanco y negro, en la que unos pisan blanco. Otros negro.
...escritura sosegada y metáforas originales...Es un relato muy bueno, y con un gran fondo de verdad.
ResponderEliminarcongratulations Jacobo. gran reflexión.
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